Mi amigo José
LA AMISTAD: FIDES, CONSTANTIA, SUAVITAS
Hoy es un día especial para mí porque voy a hablar de la amistad pero no a la manera de un ensayo de tipo intelectual y abstracto.No. Sino que mi charla versará sobre un amigo: José Díaz Fuentes ante amigos de José y ya, en muchos casos, míos.
Y voy a empezar por mostrar mi profunda gratitud a Florence y Mina por haber pensado en mí como interlocutora para rendir este pequeño homenaje a José díaz Fuentes, persona querida y admirada por quienes aquí estamos, cultivador de la amistad, artista extraordinario, y enamorado de su pueblo.
Mi intención, y ojalá lo logre, es ser una voz de voces, la mía y la de todos los que quisimos a José, formando, vosotros, un coro silencioso pero viviente, sumando y multiplicando nuestros recuerdos y vivencias.
Ya sabéis que los profesores tendemos a ser algo pedantes, a citar a este y a aquel autor siguiendo el molde de las pautas académicas. Me he propuesto reducir las citas todo lo que me sea posible, pero alguna referencia habrá, de forma inevitable.
Cicerón, para transmitirnos su idea de la amistad recurrió a un diálogo: De amicitia o Lelio en el que los protagonistas departen sobre un amigo que ha abandonado este mundo.
Pero no se asusten ustedes, no os preocupéis, queridos amigos que habéis tenido la amabilidad de acudir a esta convocatoria. Lectora devota de Unamuno y Ortega aprendí de ellos, y ellos de Cervantes, que para hablar de la envidia hay que hablar de un envidioso como hace Unamuno en su novela Abel Sánchez, y que de la amistad tan solo se puede departir con rigor si se habla de alguien con quien hayamos tenido la fortuna de compartirla, de vivirla, diría Ortega.
Y antes de entrar en materia, quiero decir que doy gracias a la vida, como cantaba la chilena Violeta Parra, por haber conocido a José Díaz Fuentes. Pero mis gracias a la vida van unidas al reproche que le hago, a la vida también, por haberme privado del amigo muy pronto, demasiado pronto. Apenas cuatro años, intensos, eso sí, y plenos de entendimiento, colaboración y alegría, he podido disfrutar del trato con José y Florence, juntos. Todos los amigos que ahora tengo en Sarria, que sé -y me honra saberlo- que me esperan cada verano pertenecen a la herencia que me ha dejado mi amigo José. También mi gran amiga Mina, en quien José depositaba toda su confianza, claro. Mina es parte del legado afectivo de valor incalculable que me dejó José Díaz Fuentes.
Éramos los dos mayores cuando nos conocimos. No nos equivocamos. Desde el primer día puedo decir sin exageración que nos sentimos cercanos el uno del otro.
Estamos en el verano de 2006. Vine a Sarria porque Antonio Domínguez, gran amigo de José y amigo mío, además de maestro, me propuso que viniera con él y otros colegas y amigos igualmente: Sonia Cajade, Pedro Aullón de Haro, a los que se sumarían amigos gallegos que acudieron desde Coruña: Miguel Anxo Fernán Vello y Ánxeles Penas. Paseando por la ciudad, reparé en barandilla del malecón y le dije a José que me parecía magnífica. Él me contestó que se trataba de un trabajo suyo. José nos acompañó a ver sus dos esculturas monumentales y espléndidas.
Las conferencias y charlas de todos nosotros se celebraron en el hotel Alfonso IX, donde yo me hospedé aquella noche. Nunca olvidaré la expresión de José al terminar el acto. Se dirigió, espontáneo y emocionado a quienes allí estábamos y nos dio las gracias. A continuación, exclamó lo feliz que estaba porque, dijo, -y creo recordar si no la letra sí el sentir- “ que todo esto se haya dicho, haya pasado en mi pueblo”.
Al día siguiente, desayunamos juntos Florence, José y yo en el hotel. Luego, yo me fui a Lugo a pasar un par de días. Recuerdo muy bien que llamé a José mientras paseaba por el adarve de la deliciosa muralla romana, para agradecerle su hospitalidad. José me dijo que regresara, que le haría muy feliz que lo hiciera, “cuando quieras, puedes volver a Sarria o venir a París”.
Volvimos a vernos pronto, en París, durante el puente de la Constitución y la Inmaculada, con motivo del cual yo dispuse de cinco días. Fuimos los dos juntos a visitar el Museo Arqueológico Nacional, en Saint Germain-en-Laye, cerca de París y de su lugar de residencia: Chanteloup-Les Vignes. Florence estaba en el instituto. Cuando terminó su trabajo, paseamos por esos parajes tan bonitos de los impresionistas; luego fuimos a cenar.
Vuelvo atrás.
Aquel verano en que nos conocimos, el verano del 2006, José y Florence no tenían casa propia. Me parece que Florence y él estaban albergados en casa de su amigo del alma, Román Varela. Al año siguiente ya compraron la casa y la inauguraron, tuve la suerte de estar allí en la fiesta.
Desde entonces, no falté nunca a la exposición. José me pedía también que escribiera algo para el catálogo y me lo agradecía sonriente y afectuoso. Su rostro, que siempre mantuvo algo del niño pillín que fue, se iluminaba con los signos de la afabilidad y el aprecio. Solía llamarme por teléfono, y le gustaba hablar sin prisa. Un día me llamó para contarme, con gran entusiasmo, que había venido a Lugo para ir a Monterroso, y me explicó, lleno de ilusión, el proyecto que iba a llevar a cabo con los reclusos, cuyo fruto todos conocemos.
Nos hemos reído mucho con los entresijos de las exposiciones. Siempre bromeábamos acerca de las muchas visitas a muchos alcaldes que José tenía que hacer para expandir la exposición a municipios nuevos. El asunto se convirtió en un motivo permanente de complicidad e hilaridad que mantenemos vivo Florence y yo. Su gran sentido del humor, algo socarrón a veces, aunque nunca sarcástico ni cruel, hacía que nos divirtiéramos mucho juntos con las menudencias de la vida. Me contó, por ejemplo, que cuando de joven vivía en Sarria, algunos sarrianos que venían de Madrid y querían hacerse los finos usaban, a diferencia de la costumbre gallega, el pretérito perfecto: “He llegado esta mañana”, dirían, en lugar de “llegué esta mañana”. Y entonces, José y sus amigos se carcajeaban diciendo: ¡Vaya, ya llegaron los del pretérito perfecto!
Otro día oí a alguien que se dirigía a él, a José , llamándolo Queixo. No le dije nada, pero en una ocasión, en lugar de llamarlo José, como siempre hice, le dije: “Oye, queixo”. Se rió a mandíbula batiente, y me preguntó, sorprendido: ¿Cómo sabes tú eso?
Si tuviera que sintetizar cómo entendía José la amistad, podría recurrir a las palabras que emplea Cicerón en el tratado sobre la amistad: De amicitia, al que aludí antes, escrito en el año 44 a.C. La amistad es un sentimiento de fraternidad tan antiguo como el alborear de la humanidad.
Cifra el pensador romano la amistad en tres valores:
FIDES, CONSTANTIA, SUAVITAS
Para Cicerón, en primer lugar está la FIDES, que es, ante todo, la lealtad o confianza que se deposita en otro: habere fidem magnam alicui, es decir, tener plena confianza en alguien. Esta virtud o característica de la confianza luego se expande y adquiere las notas de fidelidad al compromiso.
CONSTANTIA, que podemos traducir por perseverancia, pervivencia, durabilidad. Es la virtud que otorga firmeza y duración a la cualidad anterior.
SUAVITAS, es la afabilidad, es decir, la forma de expresión, el modo amable de tratarse y comunicarse los amigos, las personas que han contraído un pacto voluntario, no formulado por escrito, porque no es necesario ni pertinente.
No obstante, las vivencias compartidas en torno a la amistad que te procura y te brinda una persona de la generosidad de nuestro añorado e ilustre sarriano nunca se pueden abarcar con todo el vocabulario afectivo del castellano, por rico que sea, que lo es y mucho. Ni tan siquiera con el léxico de la lengua gallega, poética como ella sola.
Sin embargo, no importa. Estando aquí, en el pueblo de Pepe o Pepiño, como lo llamáis sus paisanos, ese espacio que no cubre la lengua podéis rellenarlo vosotros con vuestros recuerdos, cada uno con los suyos, únicos, singulares, personales e intransferibles.
Para concluir este apartado, veremos las fotos de la última Navidad que pasamos juntos, aquí, en Sarria. Pero antes, si me permitís, voy a leeros, tal como apareció en la prensa, el artículo que dediqué a José en el verano del 2009, por su cumpleaños. Yo estaba en Faro, en el Algarve, y llamaba una y otra vez, pero no conseguía dar con él. El artículo se publicó justo el día de su cumpleaños. Finalmente José lo leyó y me dijo que era el mejor regalo de cumpleaños que jamás había tenido.
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JOSÉ, ARTESANO, ARTISTA, CREADOR
A. Cuando pensé en este apartado o capítulo de mi charla no fue, desde luego, con la idea de trazar una panorámica de la valiosísima obra escultórica de José Díaz Fuentes sino que mi intención era la de compartir con vosotros algunos recuerdos muy significativos de la forma tan entrañada de vivir el arte que tenía nuestro amigo. Como ilustración, he seleccionado un par de pequeñas historias simpáticas y jugosas, espero.
Un día, íbamos José, Florence y yo en la furgoneta por el pueblo, y yo reparé en el nombre de una calle: Gregorio Fernández. Cada vez que en los libros de arte se habla de este grandísimo imaginero se dice que procedente de Galicia fue, muy joven, a trabajar a la escuela castellana de Valladolid. La verdad es que nunca indagué de qué lugar de Galicia procedía. Lo que me interesaba era su maestría. Evoqué el conmovedor Cristo yacente del Pardo, y los de San Plácido y la Encarnación, también en Madrid. También los de Valladolid. Son los que mejor conozco. Al ver el nombre de la calle y oír mis elogios al artista barroco, José me dijo sumamente orgulloso: “Sabes, Concha, es que Gregorio Fernández era de Sarria".
Pues bien, ha sido ahora, al preparar esta semblanza del gran amigo cuando me he puesto a pensar qué tenían en común, además de su condición de sarrianos, estos dos grandísimos escultores, y, sin duda es el amor por el trabajo bien hecho, la autoexigencia, el modo del acabado cuidadoso de la pieza.
Cuando vemos un Cristo de Gregorio Fernández nos maravilla la maestría del artista al tallar el cuerpo humano, el cabello, los paños de pureza con esos pliegues tan difíciles de conseguir en la madera. Tenemos la sensación de que el artista no ha escatimado esfuerzo ni ha mirado el tiempo que empleaba sino que se ha esmerado por conseguir un buen acabado y no ha cejado hasta lograrlo, poniendo en ello todo su afán y su empeño. Eso es, creo yo lo que comparten ambos creadores. Sé que son trabajos muy distintos, pero si comparamos el Cristo del Pardo con la escultura de alabastro de José podemos apreciar el xeito,(¿se dice así?) el modo, al que me refería. Ambos creadores han alcanzado la excelencia. Y probablemente, ambos nacieron ya con el prurito del arte[1].
El día tan triste en que vine a Sarria para acompañar a Florence, que llegaba con las cenizas de José, su hermano Antonio, que me pidió que pronunciara unas palabras de despedida, me contó que desde pequeño José tallaba todo lo que encontraba en su camino, y que, una vez, se puso a tallar una puerta de la casa familiar, por lo que recibió una severa reprimenda materna. No sé si Gregorio Fernández haría algo parecido, pero pudiera ser que sí. Lo que sabemos es que se fue muy joven a la Corte de Valladolid y que su obra sigue siendo el modelo predominante y más influyente para los imagineros religiosos, y no solo para ellos.
B. Voy a hablar ahora, ilustrándolo con un par de ejemplos, de la recepción y hasta si me apuran apropiación de la obra de arte por la gente. Alguna de las piezas que están al aire libre, aquí en Sarria, en la ciudad de José, no ofrecen dudas acerca de su interpretación, por ejemplo, la mano de la Unión. Otras, como la impresionante escultura de Cayás, un auténtico prodigio que nos permite apreciar, a la par, la destreza y pericia de su autor así como su gran imaginación y creatividad, quedan un poco a tras mano. Hay que ir a visitarla de intento. Otro tanto sucede con la Medusa. Ocurre, en cambio, algo distinto y muy interesante cuando una escultura, aun siendo figurativa- y esto es lo relevante-, es reinterpretada por las personas que la ven de forma algo distinta a la intención del autor.
Eso es lo que sucede con la Alfarera de Pontedeume, de José Díaz Fuentes, y el Ahorrador de Victorio Macho en la Gran Vía de Madrid.
Aquí tenemos las dos obras:
¿Qué ha acontecido con ellas? La mujer de Pontedeume está en una plazuela que permite apreciarla desde muy cerca, y verla todos los días. Y los habitantes de Pontedeume la llaman La Panadera, y así se ha quedado para ellos. No importa que la pella que moldea no tenga forma de pan. Alguien la bautizó así y así se ha quedado para siempre.
En cuanto a la de la Gran Vía, fue el banco promotor del edificio art Nouveau el que encargó al escultor una alegoría del ahorro. Pero el artista hizo una talla de inspiración modernista, un varón desnudo, estilizado y vestido con una capa. Desde abajo los transeúntes reinterpretaron la figura como la de un romano, y así se la conoce ya tras el bautizo popular, semejante al que tuvo la obra de Pontedeume.